Es 1898 y Teodoro Herzl llega a Jerusalén para reunirse nuevamente con Wilhelm II, emperador de Alemania y rey de Prusia, con el objetivo de sumarlo a la causa sionista: la espera y los resultados del encuentro son decepcionantes, incluyendo un hotel donde no consiguió habitación.
La idea de Herzl era convencer al kaiser para que usara su influencia sobre el sultán turco para que considere seriamente las intenciones de los sionistas de instalarse en la tierra de Israel, en ese momento bajo control de los otomanos.
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Según las crónicas de la época, Wilhem II ya se había reunido con el líder sionista en Estambul el 18 de octubre de 1898 y volvió a recibirlo en Jerusalén el 28 del mismo mes y el 2 de noviembre. El emperador escuchó a Herzl pero no hizo promesas.
El resto de la historia es conocida: los sionistas debieron esperar la Declaración Balfour de 1917 -el «guiño» del gobierno británico que «heredó» la tierra de Israel y la convirtió en el mandato de Palestina después de la derrota de los otomanos en la Primera Guerra Mundial-, para avanzar con el sueño de construir allí un hogar judío.
Wilhelm II, por su parte, murió en 1941 en los Países Bajos, sumergido en el resentimiento y el odio. Al informar el fallecimiento del líder prusiano, la estadounidense Jewish Telegraphic Agency (JTA) escribió que se había vuelto «completamente antijudío» después de perder el trono.
El emperador, recordó la agencia, «tenía muchos amigos judíos antes de la guerra». Sin embargo, después de la caída en el conflicto mundial y de tener que abdicar en noviembre de 1918, «culpó a los judíos por su derrota» señalaba en 1941 el despacho de la JTA.
Una cadena de malentendidos
Sin embargo, volviendo a 1898, el rey era todavía en ese entonces un personaje de enorme importancia. Y Herzl no quería dejar la oportunidad de convencerlo de apoyar la causa sionista para crear un hogar judío en la tierra de Israel.
Con ese objetivo, el periodista judío nacido en Pest (Hungría) en 1860 no le perdió el rastro a la comitiva real durante aquella gira internacional. Una vez en Jerusalén después de la reunión en Estambul, Herzl solamente necesitaba un poco de suerte y de buena logística.
Un interesante reportaje publicado en los blogs de la Biblioteca Nacional de Israel (BNI) repasó uno de los principales problemas de esa logística, una saga de malentendidos que pareció presagiar el agrio desenlace de la relación con Wilhelm II.
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Cuenta la investigadora Miryam Zakheim que Herzl reservó habitaciones en el hotel de moda de Jerusalén, el Kaminitz, un exitoso emprendimiento que venía aprovechando los «vientos de cambio» que llegaron a la ciudad en la segunda mitad del siglo XIX.
«Hacia el final del dominio otomano -señaló la autora-, Jerusalén no era un destino turístico particularmente atractivo, por decirlo suavemente», aunque grupos de peregrinos judíos y cristianos hacían el «arriesgado viaje incluso durante ese período», por razones religiosas.
Sin embargo, sucedió que «las grandes potencias colonialistas ayudaron al gobierno otomano a recuperar el control de Jerusalén después de un breve período de gobierno egipcio».
Un desembarco de las potencias colonialistas
A cambio de esa ayuda, recuerda la investigación, esas potencias pudieron hacer pie «en la famosa ciudad, que todavía luchaba por mostrar la grandeza que muchos esperaban de ella».
Gran Bretaña, Prusia y Francia, apuntó Zakheim, fueron las primeras en establecer sus propias instituciones y complejos en Jerusalén, y otras las siguieron. «Se construyeron iglesias y catedrales junto a las oficinas de los consulados, lo que ayudó a atraer visitantes de todo el mundo».
Los judíos, por su parte, «tampoco se quedaron de brazos cruzados». Algunos famosos filántropos que hicieron fortuna en el extranjero, como Moses Montefiore, «invirtieron en la compra de tierras, lo que provocó un auge de la construcción que se extendió más allá de los muros de la Ciudad Vieja».
En medio de este pujante escenario, un tal Menahem Mendel Boim, llegado desde Kaminitz, en Lituania, «se dio cuenta de que cualquiera que pudiera proporcionar un lugar decente para quedarse en la ciudad estaría explotando una tremenda oportunidad económica», dice la nota.
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Así fue que, después de otros intentos empresariales en el mismo sector y de la mano de Eliezer, el hijo de Menahem Mendel, nació el Hotel Kaminitz. De hecho, el joven había apostado todo al proyecto: hasta se cambió el nombre a Eliezer Lipman Kaminitz.
La primera versión del hotel en su etapa más próspera se ubicó en la calle Jaffa. Luego, en 1883, Eliezer alquiló un edificio situado entre esa misma calle y Ha-Nevi’im, donde inauguró el Hotel Jerusalem al que todos terminaron llamando Hotel Kaminitz.
Ese hotel «ya no era una posada modesta ofreciendo solamente camas limpias o un desayuno decente», destacó Zakheim. por ejemplo, «en el patio se plantó un jardín y se pavimentó un amplio camino para los carruajes».
Lujos de la época
Además de las comidas kosher, los viajeros podían disfrutar habitaciones «equipadas con todas las comodidades de la época», como mosquiteros y lavabos.
El libro de visitas del hotel se conserva, precisamente, en la Biblioteca Nacional, en Jerusalén. Entre quienes se alojaron en el Kaminitz hubo varios famosos: el barón de Rothschild, Ahad Ha’am, Nahum Sokolow, Joseph Carlebach, el rabino Abraham Isaac Kook y Naftali Herz Imber.
No tuvo la misma suerte Teodoro Herzl. Según el relato de la investigadora de la BNI, la razón hay que buscarla en la visita del rey prusiano, que alborotó la entonces pequeña ciudad y prácticamente colapsó su modesto sistema de transporte y alojamiento.
El líder sionista, que durante el viaje había enfermado ligeramente con fiebre, sufrió las consecuencias.
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Para empezar, el tren que debía llegar el viernes por la tarde a Jerusalén sufrió un retraso o estaba a plena capacidad (las fuente de la época no se pusieron de acuerdo) y el periodista «tuvo que esperar un tren posterior que no estaba en el horario original».
«Los informes al respecto son algo contradictorios -reconoce la autora-, pero una cosa está clara: el tren con el enfermo y desafortunado Herzl llegó a la estación de Jerusalén por la tarde, cuando ya había comenzado el Shabat».
El carruaje del hotel que supuestamente los esperaba en la estación de Jerusalén ya no estaba en el lugar y el grupo de activistas sionistas marchó caminando hacia el Kaminitz, siguiendo el ritmo lento del afiebrado Herzl.
«Una desagradable sorpresa»
Según la autora, los miembros de la comitiva no estaban «demasiado molesta», ya que esperaban llegar al hotel y disfrutar «de una buena comida, un baño y camas calientes, donde Herzl podría recuperarse para su encuentro con el emperador alemán».
«Pero les esperaba una desagradable sorpresa: una vez iniciado el Shabat, el personal del hotel supuso que Herzl no llegaría ese día», sigue el relato.
«Había una larga lista de espera llena de nobles y militares alemanes que habían acompañado al emperador a Jerusalén» y, en consecuencia, «cuando llegó Herzl, alguien más estaba durmiendo» en la cama de la habitación que había reservado.
En el punto siguiente también existen diferentes versiones. Por ejemplo, marcó Zakheim, hay quien dice que al líder sionista le encontraron «una habitación pequeña e incómoda» en el hotel de Jerusalén, que tuvo que compartir con uno de sus compañeros.
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Otras versiones señalan que tuvo que conformarse con una cama vieja que fue sacada del depósito y colocada en un pasillo sin privacidad, o que Herzl durmió en una mesa de billar en el salón porque no había camas disponibles.
A la mañana siguiente, Herzl y su equipo decidieron dejar atrás la mala experiencia y se mudaron a la luego famosa Beit Stern, que todavía se puede visitar en el barrio de Mamilla.
El destino de una fortuna hotelera
La autora completó el informe señalando que el «desagradable incidente» no afectó el negocio de la familia Kaminitz, que para entonces se había convertido en un éxito con hoteles en otras ciudades como Hebrón, Yaffo, Jericó y Petah Tikva.
En cuanto al hotel en Jerusalén, a principios del siglo XX se mudó a un edificio más grande -para satisfacer la demanda- cerca de la Puerta de Jaffa de la Ciudad Vieja. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, las autoridades otomanas confiscaron el edificio de la calle Ha-Nevi’im.
Desde entonces sirvió como oficina de correos, escuela, edificio residencial y taller. Pero nadie le quita a esas paredes el orgullo de haber albergado, aunque mal y por pocas horas, a Teodoro Herzl.